Por estos días, a pesar de sus casi cuatro décadas de popularidad académica y ante la consolidación de diversos grados de visibilidad de la diferencia sexual en lo legal, social y cultural, lo queer sigue suscitando una cierta cautela entre los artistas visuales contemporáneos de América Latina. Este gesto reflexivo se traduce, con mayor frecuencia, en una crítica tenaz acerca del estado actual de sus metodologías y, sobre todo, de la utilidad de tal adscripción.
Tal suspicacia se fundamenta precisamente en los efectos adversos que ha significado su escritura. Los artistas latinoamericanos desconfían de sus virtudes críticas porque consideran que lo queer ha perdido su ímpetu transgresor como resultado de la paulatina normalización de sus narrativas, y porque sospechan de las políticas identitarias asimilacionistas imbricadas en lo queer como nuevo neocolonialismo cultural. En Chile, Pedro Lemebel (2009) interpele en Loco afán. Crónicas del Sidario que lo queer es un cuerpo prácticamente no inaugurado en nuestras geografías (p. 167).
Acerca de la relevancia de lo queer en América Latina, Brad Epps (2008) escribe en la Revista Iberoamericana:
En un contexto no angloparlante, el término queer no es ni callejero ni coloquial sino foráneo, extraño y nuevo; …es, en breve, una palabra cuya fuerza reivindicativa, elaborada en los Estados Unidos y otros países anglófonos, precede toda memoria de su carga injuriosa (p. 899).
Esta aseveración es sensata de cara al indiscutible gentilicio de las zonas que generan los debates teóricos en cuestión, pero falla al despojar a los individuos latinoamericanos del derecho a asumir un bagaje teórico desde donde trascender la heteronormatividad. El propio Didier Eribon (2001), una de las figuras más productivas en el ejercicio de los estudios queer, afirma al respecto que:
Existe un tipo particular de violencia simbólica que se ejerce sobre quienes aman al mismo sexo que el suyo, [cuyos esquemas de percepción y estructuras mentales], sin duda basadas en gran medida en la visión androcéntrica del mundo, son más o menos las mismas en todas partes, al menos en el mundo occidental, y lo han sido como mínimo durante el siglo y medio que acaba de transcurrir (p. 17-18).
Existe un tipo particular de violencia simbólica que se ejerce sobre quienes aman al mismo sexo que el suyo, [cuyos esquemas de percepción y estructuras mentales], sin duda basadas en gran medida en la visión androcéntrica del mundo, son más o menos las mismas en todas partes, al menos en el mundo occidental, y lo han sido como mínimo durante el siglo y medio que acaba de transcurrir (p. 17-18).
Así, contrario a lo que Epps sostiene, la experiencia queer en América Latina es más bien bastante familiar. No obstante, el problema de la escritura queer latinoamericana es, fundamentalmente, de asimilación. Son mayoría quienes insisten en articular nuevos referentes de disidencia sexual latinoamericana de cara a una teoría queer anglosajona cuyas perspectivas epistemológicas, se recelan, los someten a un tipo de colonización lingüística e identitaria.
Desembarcamos entonces en un intríngulis interesante: la asunción de lo queer en la historiografía latinoamericana solicita nuevos modos de escritura ante la paulatina dominación de narrativas que nada tienen que ver con ella tanto porque las sabe en proceso de normalización como porque las considera ajenas a sus realidades. La implicación es que, si bien se transgrede igual allá que acá, la transgresión queer latinoamericana se vanagloria de su doble descentralización: territorial y epistemológica, lo que privilegia un intento de historización fuera de los márgenes de las narrativas dominantes queer.
Esta voluntad prevalece en distintos rincones del continente latinoamericano. En ese entonces cronista y miembro del colectivo visual Yeguas del Apocalipsis, el escritor chileno Pedro Lemebel (2009) es abiertamente anti-gay. En uno de sus textos más lúcidos, escribe:
¿Cómo reconocernos en la estética gay azulada? …Quizás América Latina travestida de traspasos, reconquistas y parches culturales –que por superposición de injertos sepulta la luna morena de su identidad– aflore en un mariconaje guerrero que se enmascara en la cosmética tribal de su periferia. Una militancia corpórea que enfatiza desde el borde de la voz un discurso propio y fragmentado, cuyo nivel más desprotegido por su falta de retórica y orfandad política sea el travestismo homosexual que se acumula lumpen en los pliegues más oscuros de las capitales latinoamericanas (p. 166-167).
Lemebel comienza aquí a apuntar dos de los trasfondos más acuciantes de lo queer en América Latina: por un lado, el rechazo a esta epistemología en tanto se le equipara con una identidad gay normalizada y, por otro lado, la convicción de que los modelos, mitos y patrones que circula son ineficaces en sus pretensiones de radicalidad global. Este es el mismo tono que uno encuentra en los textos críticos del argentino Néstor Perlongher (2008) quien habla de una “personología y una moda, la del modelo gay…” en tanto un “…operativo de normalización que arroja a los bordes a los nuevos marginados, los excluidos de la fiesta: travestis, locas –que en general son pobres– y sobrellevan los prototipos de sexualidad más populares (p. 33).” En México, José Joaquín Blanco (1988) escribe sobre la normalización y mercantilización de la identidad gay de la siguiente manera:
Pero habrá también –ya la hay, salpicada por ahí entre la anónima población– una nueva minoría sexual, fiel al placer radical, a la indisoluble unión entre la cama y el trabajo, la intimidad y la política, el acto sexual y la solidaridad humana (p. 190).
Ante este registro coral anti-asimilatorio, de cautelas fundamentadas en la necesidad de proponer un discurso latinoamericano que no se conforme con los modelos y discusiones que domeñan la práctica anglosajona, se evidencia una perspectiva queer decolonial que no depende exclusivamente de los componentes atributivos o del constructivismo de la diferencia sexual para el ciudadano que se piensa global sino, en palabras de Fernando Blanco (2014), “de una articulación discursiva que posibilite al sujeto excéntrico a posicionarse de acuerdo con la variabilidad de su goce, la del cambio cultural intersectado con su propio proceso de subjetivación y de las condiciones estructurales –simbólicas y materiales– de su biografía en un momento histórico determinado (p. 34).”
Desde estos oportunos espacios de dislocación teórica, el sujeto queer latinoamericano adquiere tal capacidad de agenciabilidad que facilita el cuestionamiento de la colonialidad de los discursos globales con los que se quiere registrar a la alteridad local, y es entonces apto para iluminar a aquellos sujetos que, debido a las formas de legitimación social y el poder del mercado, permanecen visual y culturalmente ininteligibles, fuera de las posibilidades de representación de una disidencia sexual oprimida, incluso, por los propios nichos de las minorías sexuales reconocidas.
“A diferencia de [las instituciones, a nosotros] no nos interesa el registro ni el kardex de las acciones de arte (p. 27),” declararon las Yeguas del Apocalipsis en el año de 1989 sobre su más reciente aparición en la escena pública. Su nombre, a menudo, no connota nada porque se disolvieron a principios de los años noventa, el registro de sus acciones performáticas es escaso y de pobrísima circulación. Sin embargo, las Yeguas del Apocalipsis podrían reclamar la voz más arrebatada y contundente contra el imperio de una identidad impuesta, y lo que aquí interesa, una lucidez temprana sobre una teoría queer que en aquel momento iniciaba un despertar feroz y expansivo.
Creado en 1988, el nombre de este colectivo prefigura en la simbólica refundación que realizan de la Universidad de Chile, adonde Francisco Casas y Pedro Lemebel, los integrantes en permanente, acudieron desnudos y en cabalgata sobre una yegua blanca. Según Lemebel (2009), querían fisurar las estructuras escolares con la presencia desestabilizante de su identidad marica al ofrecer su propia realidad como respuesta a la inveterada sentencia de la clase política: “Aquí no hay locas”. Todas las performances de las Yeguas del Apocalipsis funcionan como reiterada confrontación a esa sentencia; cada una de ellas parece responder que sí las hay, que no es muy difícil otearlas para quien las quiere ver, y que las hay de un modo que no corresponde al imaginario público capitalista: el gay.
Asumir el gay es el poder, que siempre es masculino. Para los gays, su discurso se articula desde lo masculino por proteccionismo y también por sumarse al poder; a su vez, desechan al travesti…El prototipo gay de los 90 lo encuentro misógino, fascistoide, aliado con el macho… (p. 166).
Las Yeguas del Apocalipsis transitan nuestra cartografía en tanto son capaces de subvertir la categoría dominante con las peculiaridades de su realidad inmediata. Atendamos, por ejemplo, la performance La conquista de América realizada el 12 de octubre de 1989 en la sede de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (Fig. 1). Se subraya una primera intención netamente política; disertarán sobre los desaparecidos políticos junto al cartel de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se leen otros confeccionados por integrantes de la Agrupación de Familiares Detenidos-Desaparecidos. En el piso, un mapa de Centro y Sudamérica cubierto de vidrios rotos y fragmentos de botellas de Coca-Cola. Las Yeguas del Apocalipsis, con los pies descalzos, bailan una cueca, el baile nacional de Chile; pero cada paso desnudo estalla en el mapa un rastro sanguinolento. El brío de esta acción performática es tal que nadie pudo haber escapado a la reflexión que perseguía, a la tensión de una América roja exudada, a sus alegorías a las dictaduras y sus labores de opresión.
Por otro lado, surge un ángulo de tensión, un detalle nimio: las cuecas son originalmente interpretadas por un hombre y una mujer. La sencilla alteración del género en tándem con el derramamiento de sangre llama a la mente un sinfín de metáforas sobre la condición lumpen de los travestis latinoamericanos. Para las Yeguas del Apocalipsis, tales metáforas abordan siempre el sida, el homosexual como material de desecho y connotación de delincuencia, el travesti marginado incluso por otros homosexuales.
Estos intereses propiciaron, sin duda, una estética singular. Las Yeguas del Apocalipsis ventearon proclamas contra el sistema y el capitalismo mediante la sublimación de la Loca, el travesti lumpen, el marginal cuya homosexualidad no es una enfermedad sino dos: “si eres araucano, homosexual y mapuche, y además pobre, significa doble o triple marginalidad” (Lemebel, 2009, p.166). En Bernarda Alba #3 (La Pietà) (Fig. 2), de la performance “Lo que el sida se llevó” (1989), Casas y Lemebel no son gays; no esconden su condición en cadenas y cueros, realizan una lectura cínica de la diva hollywoodense para enfatizar las roturas de la identidad homosexual sudamericana: se trata de otro corpus tribal, otros delirios desesperanzados que miraban al Míster Gay para reconocer que “no cabía en el espejo desnutrido de nuestras locas.” (Lemebel, 2009, p. 33).
Ellas, las “últimas viejas locas al sur del mundo”, introdujeron en la historiografía del arte latinoamericano al maricón pobre en tanto categoría social discriminada capaz de poner en entredicho una teoría que prometía la liberación de las identidades sexuales. Quizá nadie traduce a términos reales la posmodernidad más que las propias Yeguas ya que sus acciones revelan una sosegada desconfianza de los métodos y paradigmas que pululaban en el despertar posmoderno latinoamericano. La lucidez requerida para desactivarlos y tumbarlos tuvo que ser proporcional a la contundencia del discurso que, a cambio, devolvieron. Y por ello, debieron involucrarse tanto pues una crítica fundacional de la teoría queer de principios de los años 80-90, necesariamente obligaba a hablar desde adentro, no como el burgués o el académico, sino como quien interviene para desafiar, alabar y fascinar, sin engañar: sin maquillaje.
La potencia de esta dinámica queer ha superado una de las pruebas más difíciles: el tiempo. El colectivo homosexual Yeguas del Apocalipsis se disolvió a principios de los noventas; sus integrantes, Francisco Casas y Pedro Lemebel, se dedicaron a partir de entonces a cultivar interesantes carreras literarias de donde el último ha resultado más popular e influyente.1 La crónica literaria de Lemebel, el género donde se le concede espacio preponderante, continúa la tradición de las Yeguas del Apocalipsis, al hilo de las defensas de las minorías a través de una prosa barroca y preciosista, muy en el estilo del cubano Severo Sarduy. Por ejemplo, quien por su parte también admitía en la figura de la loca, del travesti, una simiente útil para el estudio y la comprensión de un tipo de disidencia sexual.[1] Las Yeguas del Apocalipsis, y por extensión, la crónica de Pedro Lemebel son, sin embargo, políticamente más perspicaces. Aquí una cita larga del último libro de crónicas de Lemebel, Háblame de amores (2013):
Pareciera que una vez abierto el proceso hacia una organización de los homosexuales chilenos, los protagonismos, los escarmenados políticos y adosamientos partidarios, dejan un vacío de irreverencia copado por la propuesta de legalidad para aparearse sin conflicto en los azahares eunucos de la pareja gay. Pareciera que una vez conseguida la bendición gubernamental, los homosexuales van a colgar los tacos para engordar frente al televisor regando el macetero del sueño doméstico. Al parecer, en la organización estaría el control de las minorías fichadas por el ordenamiento. Por cierto, se pierde el cuerpo político en esta danza complaciente donde el sindicalismo homosexual desfila en la pasarela que le acomoda la democracia. Entonces, se debieran revisar estas maniobras de inserción. Quizás invertir el gesto obcecado, reconocer que en el desprestigiado amaneramiento existe una estrategia de torsión del género dominante. Una forma de pensar (se) diferente que burla la atormentada rigidez del comportamiento machista. Debiera saberse (no estoy seguro) que la diferencia es la ventaja del débil. La supuesta falla, usarse como cojera que permite salirse de la fila para que el homosexual vea en qué está metido (p. 244).
O lo que es lo mismo, un elemental acto de valoración efectuado desde la propia piel para comprobar los estadios de felicidad de sus agremiados. Porque cuando Lemebel insiste en torcer, en mirar a la marica y al choto, lo hace como señalando esas nominaciones como una forma más cercana, más familiar, más personalmente política de establecer un diálogo en resistencia con la normatividad: torcer, una o dos veces más, deshacer y nublar lo establecido: esto es el de facto de lo queer actual.
Aun cuando la teoría sea desconocida en una comunidad singular, ello no inmoviliza la producción de sentidos resignificantes desde la disidencia sexual. Lo queer es una actitud de trastocamiento de formas, de acciones transformativas que neutralizan la heteronormatividad, y ahora también la homonormatividad, sin que esas mismas confrontaciones lo emparenten con una identidad anglosajona. Lo queer latinoamericano, de hecho, desarma y critica la praxis anglosajona
por saberla totalizante, inútil en sus esfuerzos de globalización como lo ha demostrado Lemebel. Dicho esto, apenas resisto ensalzar la tarea de las artes con vocación social: ninguna arenga o desfile militante registrará tan fehacientemente el carácter limitante de las identidades democratizadas. La capacidad de evocación de una visualidad precisa y expresiva basta para alentar nuevos derroteros en asuntos aparentemente sobrepasados.
Referencias
Blanco, F. A. (2014). Queer Latinoamérica: ¿Cuenta Regresiva? En Resentir lo queer en América Latina: diálogos desde/con el Sur, eds. Diego Falconí Trávez, Santiago Castellanos y María Amelia Viteri (p. 34). Madrid: Editorial Egales.
Blanco, J. J. (1988) Función de media noche; ensayos de literatura cotidiana. México: Era.
Brescia, M. (17 de Octubre, 1989). Las Yeguas del Apocalipsis en una acción de arte. La Época, p. 27.
Epps, B. (2008). Retos, riesgos, pautas y promesas de la teoría queer. En Revista Iberoamericana, Vol. LXXIV, Núm 225 (p. 897-920).
Eribon, D. (2001) Reflexiones sobre la cuestión gay. Barcelona: Anagrama.
Lemebel, P. (2009). Loco afán, crónicas de sidario. Santiago: Seix Barral.
Lemebel, P. (2013). Háblame de amores. Santiago: Seix Barral.
Perlongher, N. (2008). Prosa plebeya. Ensayos 1980-1992. Buenos Aires: Colihue.
1 Francisco Casas ha publicado un poemario, Sodoma mía (Editorial Cuarto Propio, 1991), y las novelas Yo, yegua (Seix Barral, 2004), Romance de la inmaculada llanura (Editorial Cuarto Propio, 2008) y Romance del arcano sin nombre (Chancacazo, 2009). Pedro Lemebel ha sido más prolífico pues cuenta con una estupenda novela, Tengo miedo torero (2011), el libro de relatos Incontables (Taller Pía Barros, 1986), y varias antologías de su vasta producción cronística: La esquina es mi corazón (Seix Barral, 1995), Loco afán. Crónica de sidario (Seix Barral, 1996), De perlas y cicatrices (LOM, 1998; Seix Barral, 2010), Zanjón de la Aguada (Seix Barral, 2003), Adiós, mariquita linda (Editorial Sudamericana, 2004; Seix Barral, 2005), Serenata Cafiola (Seix Barral, 2008) y Háblame de amores (Seix Barral, 2012). Se anuncian para referencia del lector; sólo aquellas que fueron consultadas se consignan en la bibliografía al final del trabajo.
[1] Véase la novela Cobra (Editorial Sudamericana, 1972), por ejemplo.