Nuestra fotografía se resuelve en mi cansancio de mirarla
Y su respuesta es el silencio de la noche de Lima
en la Estación de los Desamparados.
Enrique Lihn

Si el tránsito es una de las condiciones de la obra de Eugenio Dittborn, tal y como la describieron Roberto Merino y el propio Dittborn[1], entonces quizás es legítimo considerar una de las paradas de su trabajo como una forma de evaluar o repensar los fragmentos de un mapa por reconstruir. Su paso por Lima en 1988 y su exposición de Pinturas Aeropostales en el Centro Cultural de la Municipalidad de Miraflores crearon un vínculo y una filiación particular con una escena emergente y, de paso, esa obra que venía de fuera, supo cerrar un círculo en una breve tradición artística local que años antes había abierto una deriva sin encontrar del todo un norte específico, a pesar de la claridad de sus premisas. Podemos llamarle una escala en la estación de Desamparados, el nombre de la vieja estación limeña de tren hoy casi en desuso. La misma que en otra visita breve Enrique Lihn usó de título para un poemario, sólo que agregándole el los y dándole de esta manera una mirada amplificada a una condición de desamparo propio[2], de poeta errante primero y de poeta en el exilio después. Y la misma que años antes, en su descuido de gringo, Allen Ginsberg llamara estación de Disaguaderos[3] y bajo cuyo reloj concertara una cita con Martín Adán, su poeta local admirado y también alma gemela barroca y antagonista.

Pero bajo ese u otro reloj, hay necesariamente en esa obra en tránsito una cita concertada, una relación con el tiempo y los lugares. Ingresando a un circuito cuyo punto de origen habría de definir un lugar específico de enunciación, pero sobre todo la recreación de un nuevo sujeto histórico latinoamericano a través de la reproducción del signo alterado, impreso, cosido, doblado. Desde esa alteración, es decir, desde aquello vuelto otro y no simplemente intervenido, la imagen dittborniana supo torcer el cuello de los recorridos de lectura colonial, navegándolos en sentido contrario, a contrapelo del discurso históricamente consensuado de la imagen. De ese modo, los grandes signos dittbornianos, la fotografía de corte policial y documental, los textos, la alusión a la escuela de pintura cusqueña, los rostros racializados de lo reprimido, la antropología manchada y cosida como discurso testimonial hilvanado o repasado sobre el papel y el pelón, pero sobre todo la huella extendida y reventada de la trama de la imagen periodística reproducida en serigrafía en gran formato, aterrizaron en el Centro Cultural de la Municipalidad de Miraflores el 25 de octubre de 1988.

La llegada de Eugenio Dittborn a Lima no fue ajena sino largamente esperada, aún sin saberse. Tanto él como otrxs artistas chilenxs de la “Escena de avanzada”, junto a artistas peruanxs largamente autoexiliadxs, habían sido recibidxs en la efímera Bienal de Trujillo el año anterior. Pero, en un momento de la historia peruana en que penaban diversos procesos utópicos y mesiánicos[4], el advenimiento de la imagen dittborniana se insertó en medio de un contexto particular de la evolución de la imagen local. Es así que quizás dos dispositivos de exhibición fueron particularmente impactantes para su nuevo público. El primero fue sin duda el gran formato de ejecución e impresión y, dentro de él, la magnificación agigantada de la imagen condicionada fotográficamente, en cuya superficie la trama de la impresión periodística redoblaba una visibilidad que, al menos localmente, era también una interpelación. Y el segundo, fue el uso desbordado del carácter de archivo y de la historia, de esa arqueología incesante y mediática de la imagen, dispuesta en un entorno fragmentado que desandaba cualquier relato de pretensión homogénea. Sumada a toda esta disposición, el uso del espacio en metros lineales del relato bidimensional de las pinturas aeropostales, reprodujo un recurso no realmente visitado en la instalación local, más acostumbrado al uso escénico del volumen en el espacio que a la posibilidad de un nuevo discurso en dos dimensiones.

Precisamente en relación a un nuevo discurso en el universo de lo bidimensional, para el año 88 las relaciones políticas entre el grabado y la pintura tenían localmente al menos dos décadas en constante fricción e interacción. Pertenecientes a instintos y tradiciones distintas, su enfrentamiento presentaba un rasgo peculiar en los procesos institucionales de enseñanza y asimilación de técnicas hegemónicas y no hegemónicas de trabajo artístico en el Perú. La serigrafía como técnica industrial había empezado su utilización de manera temprana, pero su tránsito y aceptación al mundo académico artístico no había logrado penetración. La serigrafía, lo mismo que la fotografía, ya en plenos años 70 quedaban aún dentro del reino de las subculturas artísticas, al lado de otras fuentes tradicionales de grabado y reproducción.

Pero a la llegada de las pinturas aeropostales de Eugenio Dittborn en la segunda mitad de los 80 a Lima, hay algo que se ha movido. No son sólo los ocho años de conflicto armado interno y su secuela de masacres, desapariciones y víctimas[5]. Es también, el momento de mayor desarrollo de la prensa gráfica en el periodismo, cuya intersección con los momentos de violencia llega, merced de la rotativa, a producir el momento de mayor difusión y democratización política de la imagen, en términos de definición del país, en términos de su violencia y en términos de sus víctimas[6]. O por decirlo de otro modo, la imagen fotográfica del periodismo y su reproductibilidad ya se habían hecho un lugar en la conciencia y en la mirada ciudadana como portavoz de un período particularmente intenso de la historia local. Si bien el adelanto en materia de impresión y mejora en el papel de la reproducción periodística fue palpable con la aparición del diario de centro, La República, al empezar la década del 80, las imágenes, aunque más nítidas, seguían siendo en blanco y negro (fig.1). En ese sentido, las terribles imágenes aún mantenían una vinculación cromática y simbólica con el descolorido pasado inmediato de las décadas previas. Y eran todavía lo suficientemente cercanas como para incidir en la memoria popular, mientras producía simultáneamente, y durante años y años de exhibición diaria en lectoría y kioskos, conciencia del horror.

La imagen dittborniana llega entonces en gran formato aeropostal a instalarse en medio de esa memoria y en esa cromaticidad. Y su imagen llega interpelando en su aterrizaje a las demás imágenes circundantes del mundo nativo en conflicto. Las interpela, pero también éstas se asumen dialógicamente, o como un contraste dialéctico para producir iluminación.

En ese momento, no han pasado tantos años desde que la imagen racializada del mestizo aindiado o del campesino andino emigrado a la ciudad tuviera una representación pública desde el Estado. Apenas veinte desde el 68. De manera que, las imágenes de la arqueología mediática dittborniana pueden leerse, o reconocerse casi poéticamente propias para algunxs, en un reconocimiento que a la vez desplaza o confunde, pero que no produce indiferencia. Las imágenes de las pinturas aeropostales en su paso por Lima no producen tampoco ese dato involuntariamente exótico con el que llegan a Australia, o a los museos y galerías de Europa y Estados Unidos. Son imágenes de una cercanía que estremece. Estremecen también porque a la representación mestizada del nuevo ciudadano peruano emancipado entre el 68 y el 75 (bajo el gobierno reformista de Velasco Alvarado), se le adjudica luego y sin dilación la imagen del subversivo y del terrorista durante las violentas restauraciones oligárquicas de los años 80 y 90[7]. Y estremecen también porque la trama ampliada de la impresión periodística de las imágenes recuperadas por la serigrafía en gran formato, acerca el objeto de la memoria de manera inevitable y perdurable. Y al igual que las imágenes luctuosas de la prensa, en su versión masacre o en su versión desaparecido, las de Dittborn proyectaban a su manera la mirada del ángel benjaminiano de la historia.

Poco antes, en el 85, la misma sala municipal había recibido el primer proyecto de Derechos Humanos concebido y curado por un colectivo de artistas, entre ellos, el creador de la serie de afiches de la Reforma Agraria (1969-1972) Jesús Ruiz Durand y el pintor Leslie Lee (1932-2014). La muestra Por el derecho a la vida. Propuesta y testimonios, inaugurada en el verano de ese año, se armó de manera documental, con testimonios y con charlas, intentando poner el foco de atención en los que hasta ese momento eran 900 desaparecidxs de las zonas centro andinas del país (fig. 2). Durante ese período casi inacabable, en que la ciudad fue bombardeada por las imágenes de la violencia día tras día −hasta que pocos años después fuera bombardeada ya literalmente−, dicha imagen brutal tuvo, como en tantos sitios de América Latina, un sucedáneo en el uso simbólico y ritual de la imagen de la fotografía carnet, como vínculo inmediato con la realidad y con la memoria (fig. 3).

(fig. 3 Carlos Domínguez, Archivo MALI)

En esas circunstancias, el uso de lo fotográfico como condición, y en adelante de lo fotoserigráfico como praxis disidente por parte de un sector de la comunidad artística, sería una manera de establecer una homologación entre referente fotográfico y actualidad política y social en crisis[8]. O al menos en eso se encontraba el Taller NN, conformado por un grupo de estudiantes de arquitectura[9], con poca o nula incidencia en la escena del arte, cuando acudieron todos en tropel a la inauguración y a la charla que diera Eugenio Dittborn esa tarde de fines de octubre del 88[10].

Los testimonios son diversos, pero en ellos se indica que el Taller NN fue inquisitivo en la charla y que Dittborn no achicó en el desafío. Como sea que haya sido, ese encuentro selló un momento clave en el desarrollo de la imagen en proceso de maduración política en el Perú. La hoy célebre obra NN Perú-Carpeta Negra (parcialmente, en fig. 4), se encontraba en desarrollo y lxs integrantes de NN llevaron a Eugenio Dittborn de la galería al taller de trabajo del colectivo, en donde desplegaron las imágenes tamaño 29 x 42 cm de fotocopias intervenidas con serigrafía, que después a algunxs les valdría persecución y cárcel. Discutieron largamente. Dittborn notó que las intervenciones del colectivo señalaban una ironía desde el sello con alusiones exportadoras de “PERÚ” encima de los cadáveres y desde la marca gráfica del código de barras encima de los miembros muertos del panteón revolucionario, como evidente alusión al costo de una integración al mercado globalizado de bienes de consumo. La violencia de las imágenes de la carpeta de fotocopias procedía a manera de cita obvia de las mismas fotos que habían circulado en la prensa y que eran de dominio común y de memoria colectiva. La obra de Dittborn se procesaba a través de la huella como sistema de lectura estratificada, un sistema que Justo Pastor Mellado calificó en ese momento de “fenomenología de las pobres esferas”[11]. A su vez, NN procedía en el borrado de la huella de tipo dittborniano, porque el sistema de lectura del colectivo había optado evidentemente por la lectura frontal de la violencia en curso.

Como declarara Alfredo Márquez años después, al colectivo le interesaba “poner en crisis los signos y pensar desde otro lugar aquello que ya estaba velado por su excesiva exposición”[12]. En efecto, no había manera de alegorizar aquello cuyo peso en la conciencia pública ya era omnipresente. Es interesante anotar que, otra diferencia importante en el proceso de NN en el trabajo con la fotocopia, se encuentra estructurado no en un sistema de lectura de huellas superpuestas como en Dittborn, sino en el método del tijereteo gráfico propio del fanzine y su vinculación a la escena del rock subterráneo, o rock subte, como se le llamó a la vertiente punk del rock peruano y a su articulación simbólica con la violencia política del período[13] (fig. 5). Ese sistema de montaje, reposa sobre todo por contingencia y en asociación libre, y su resultado gráfico es el contraste irónico −el mismo que ya había notado Dittborn−, cuyo efecto paradójico en el dispositivo del contraste, es poner en evidencia uno de los componentes del signo. En este caso el de la violencia política.

(fig. 6 Vallejo (Destrucción-Construcción), Bienal de la Habana 1989, archivo Márquez)

Este no es el lugar para hablar de epígonos o de influencias, sino de intercambios y de filiación. El arte correo había tenido localmente su momento previo, tanto en los 60 como en los 80. Pero lxs integrantes del Taller NN, una generación menor que Dittborn, encontraron en su paso por Lima, y artísticamente hablando, la figura de un hermano mayor del que no tenían información, a pesar de compartir el principio indispensable de la estética del documento, y que otras incursiones en el grabado y en general en el arte local no compartían del mismo modo[14]. No obstante, uno de los dispositivos que sí metabolizaron, si pensamos en sus propios precedentes históricos locales, y que no sólo heredaron simplemente de esa filiación concreta, fue la noción de un montaje instalativo bidimensional, en donde el protagonista fuera el grabado, ya que esta era una noción inesperada para estudiantes de arquitectura cuya relación con el espacio y la instalación había sido el volumen y/o la intervención urbana. Los resultados de ese encuentro se manifestaron de este modo en la participación del Taller NN en la Tercera Bienal de La Habana al año siguiente, con las célebres imágenes que reivindicaban los íconos del Vallejo militante comunista y del Mao Ze Dong con los labios pintados, en una potente instalación de fotoserigrafía de 7 x 5 metros, un formato absolutamente inédito en la escena artística de su lugar de procedencia (fig. 6 vista parcial).  

Acaso sea más claro decir que de lo que se trata aquí es del encuentro de lo que Álex Ángeles llama “dos laboratorios de la imagen” que funcionaban sin conocerse[15], el de NN y el de Eugenio Dittborn. Disímiles en trayectoria, sin duda, pero con perspectivas mutuas y familiares de acercamiento político a la imagen documental y a su genealogía. Con el paso de los años, de ese encuentro surgirían también, ya terminada la experiencia del Taller NN, otros avatares de esa filiación en las obras individuales de Ángeles y de Márquez. En estas obras, que constituyen por lo demás homenajes explícitos a Eugenio Dittborn, tanto en Ángeles como en Márquez, podemos por un momento entrever el impacto de las conversaciones y debates que se llevaron a cabo en octubre de 1988.  

Correo no retornable (1992), hecha por Ángeles en el marco de la conmemoración de los 500 años de la conquista española es, por ejemplo, una fotocopia tamaño natural (2.42 metros) de la foto El gigante de Paruro (1929) del fotógrafo cusqueño Martín Chambi. Su homenaje incluía el viaje de las piezas de la mano de amistades y eran desplegadas en espacios públicos en distintas ciudades del extranjero (fig. 7).

Por su lado, las series Perú expedientes (2000-2012) de Márquez, confrontan dos masacres perpetradas por el grupo paramilitar Colina, bajo la dictadura de Fujimori (1992-2000). La primera parte de esa serie, el Expediente Armando (2000), exhibe la recuperación y los restos de uno de los alumnos de la Universidad La Cantuta secuestrados y asesinados por ese grupo paramilitar. En ambos casos de las series, el uso de la serigrafía sobre el papel kraft y la partición de la imagen en 4 son una cita absoluta al doblez y la performatividad de las pinturas aeropostales (fig. 8).

Del mismo modo sucede con Muruk´ucha (2011-2017), la serie de 36 planchas de bronce de 61 x 40 cm grabadas con ácido, a partir de las fotografías hechas a los trabajadores mineros por Sebastián Rodríguez en los años 30 en Morococha, en los Andes centrales del Perú (fig. 9 parcial), y que por tantas razones tienen un parecido abrumador con las imágenes de la clasificación policial del “lanza” y del lumpen vecino dittborniano, pero porque pertenecieron a un tipo de proletariado que fue igualmente clasificado como otra manera de ser disciplinado y así dar paso a las imágenes que, como ha dicho el propio Eugenio Dittborn, “sucumbieron a la historia”[16]. En medio del posible desamparo de la imagen documental local de ese período, la visita de la obra de Eugenio Dittborn en la Lima de los años de la guerra interna fue el preciso tránsito que hizo posible otras exhumaciones y otras redenciones.

 (fig. 9 archivo Márquez)

[1] Dittborn, Eugenio (1997), Remota. Pinturas Aeropostales (p. 24) [Catálogo de exhibición]. Pública editores.
[2] Lihn, Enrique (1982) [1972] Estación de los desamparados. Libros del bicho.
[3] Ginsberg Allen (1999) [1963] Reality Sandwiches (p. 80). City Light Books.
[4] Flores Galindo, Alberto (1987). Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes. Instituto de Apoyo Agrario.
[5] Finalmente, los años serían 20 (1980-2000). El año 2003 la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) estableció en 69, 280 mil las víctimas del conflicto. https://www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php
[6] En su amplia mayoría campesinxs quechua hablantes según el informe final de la CVR https://www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php
[7] Y ya desde inicios de este siglo, esa imagen sería canjeada por la del consumidor popular, emprendedor y disciplinado por el mercado.
[8] En rigor, el uso de lo fotográfico y de la fotoserigrafía se difunden masivamente desde la segunda mitad de los 70 gracias al activismo de una generación justo anterior al Taller NN, principalmente con Francisco Mariotti (1943), Fernando Coco Bedoya (1952), Juan Javier Salazar (1955-2017), Armando Williams (1956), Guillermo Bolaños (1952-2023) y sus colectivos Paréntesis y EPS Huayco, quienes articulan la técnica emergente con la práctica colectiva y con las vanguardias políticas vinculadas a la organización popular.
[9] Lxs integrantes del Taller NN solían ser, con eventuales cambios: Alfredo Márquez, Enrique Wong, Álex Ángeles, José Luis García, Jennifer Gaube, Elio Martuccelli, Claudia Cancino, Michelle Beltrán, Carlos Abanto.
[10] Entrevista personal con los artistas Alex Angeles y Alfredo Márquez 16/11/2023.
[11] Mellado, Justo Pastor (1988). El fantasma de la sequía. Francisco Zegers editor, sin número de página. Esta edición fue impresa especialmente para la exposición en el Centro Cultural de Miraflores.
[12] Márquez Alfredo (2018) Katatay y otros actos de colaboración (1983-2018) [catálogo de exhibición] ICPNA p. 59.
[13] Green Shane (2019). Pank y revolución. Pesopluma editores.
[14] Entrevista personal con los artistas Alex Angeles y Alfredo Márquez 16/11/2023.
[15] Ibid.
[16] Dittborn Eugenio (1976) “latortiilla correDoraaaaaah, catorce tumbos” manifiesto de 14 puntos. Consultado en https://icaadocs.mfah.org/s/en/item?fulltext_search=Eugenio+Dittborn


 Bibliografía

Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003). Conclusiones https://www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php
Dittborn Eugenio (1976) “latortiilla correDoraaaaaah, catorce tumbos” manifiesto de 14 puntos. ICAA. Documents of Latin America and Latino Art https://icaadocs.mfah.org/s/en/item?fulltext_search=Eugenio+Dittborn
(1997) Remota. Pinturas Aeropostales. Museo Nacional de Bellas Artes [catálogo de exhibición]. Pública Editore
Flores Galindo, Alberto (1987). Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andres. Instituto de Apoyo Agrario.
Ginsberg Allen (1999) [1963] Reality Sandwiches. City Light Books
Lihn, Enrique (1982) [1972] Estación de los desamparados. Libros del bicho.
Márquez Alfredo (2018) Katatay y otros actos de colaboración (1983-2018) [catálogo de exhibición] ICPNA
Mellado Justo Pastor (1988) El fantasma de la sequía. Francisco Zegers Editor.