Comunicado – «Pintura y gráfica» de Ricardo Yrarrázabal

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LA CONSIGNA DE LA SOLEDAD

Escribo sobre el trabajo de Ricardo Yrarrázaval con la perplejidad de quien va de tránsito y es interceptado por una sola imagen simple y rotunda.  Una imagen completamente esencial, despojada de todo artificio. Está ahí. Y ya. Sólo hay que constatar su presencia.

Como sus obras, Ricardo Yrarrázaval es de pocas y precisas palabras. Dice que desde muy niño se sintió como un extraño en el mundo que lo rodeaba. Le costaba conectarse con el resto de las personas y su pulsión comunicativa se volcó tempranamente en el trabajo plástico. A través de su quehacer manual –porque la inversión de la mano ha sido fundamental en su obra, sobre todo en su período dedicado a la cerámica- el artista va elaborando la tensión de su conciencia marginal,  como dualidad activa entre decir y no decir.

De ese hablar sin decir nada, escribo. O de un decir sin hablar. Le digo a Ricardo Yrarrázaval que cada obra suya es como una piedra: concentra la energía en sí misma y casi no resiste explicación. Me pide que no haga una entrevista, que no cite ninguna frase de él entre comillas. Entonces comprendo que las declaraciones y los discursos verbales serían una traición a la obra. Hay, en el quehacer de Yrarrázaval, una voluntad esencialista, que sospecha de las palabras, pues sabe que en ellas se inocula el virus de la falsedad.

Obra prolífera, rigurosa, personal: más acá y más allá de cualquier apreciación, Yrarrázaval apela a que el observador le crea. No importa si le parece bello, perturbador, aburrido o virtuoso: la obra dice “estoy aquí y soy de verdad”. Recuerdo entonces lo que tantas veces he leído sobre el artista: que su obra es una crítica a la deshumanización del hombre contemporáneo. Y siento que esa frase no es más que un lugar común para reducir lo irreductible. Y que lo irreductible es la sensación de Yrarrázaval de estar separado del mundo.

Es desde esa perplejidad –como suspensión del juicio– que me apego a la pura observación. El artista me pide que observe los contornos de sus figuras: algunos están fuertemente delimitados; otros, por oposición, borroneados.  Y son límites que encierran cuerpos. Sus  imágenes siempre insinúan un volumen que se logra con maestría a través de luces, sombras y brillos. Hay un “afuera” que se expresa en la riqueza de la superficie, y un “adentro” que oculta, contiene, un secreto genotipo.

A lo largo de la extensa trayectoria del artista (que además ha transitado por diversos registros de lenguaje y técnicas) sus imágenes corporales se han ido desprendiendo, cada vez más, de la anécdota: atrás quedó el exceso de color para que ahora aparezca la sobriedad cromática; las formas renunciaron al accesorio; los cuerpos se dispusieron, con precisión geométrica, en el espacio bidimensional del cuadro.

“Yo siempre estoy consciente de mi contorno y del contorno de los otros”, dice Yrarrázaval, y me atrevo a citarlo entre comillas.  Hiperconciencia del contorno, pienso.  El artista se autopercibe y percibe a los demás como cuerpos delimitados en un espacio: contenedores. Es esta experiencia lo que tensiona su obra. El límite se exacerba como lugar de la contradicción, es decir, como borde que separa y une.

Límite que encierra el secreto: condición diferenciadora que permite que exista una individualidad. Pero, al mismo tiempo, anhelo de que ese espacio que me separa del otro sea también una zona de relación. Es como si el cuerpo oscilara, contradictoriamente, entre el deseo de vincularse y la necesidad de preservarse a sí mismo. Como si la soledad, de Yrarrázaval y de su obra, fuera una consigna del misterio.

Por Catalina Mena

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